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El Casino de Astorga es una de las instituciones más traicionales de la ciudad en el últino siglo.  En esta página se recogen diversos trabajos sobre el Casino publicados en unas páginas especiales que El Pensamiento Astorgano dedicó a la Institución en su número 11.214 de diciembre de 1998

Pequeña Crónica del Viejo Casino por Luis Alonso Luengo, Cronista Oficial de Astorga

Recuerdos sobre el Casino de Astorga por Alfonso Fernández R. Rodicio

El casino de Astorga por Andrés Mures Quintana

La más clásica de las instituciones recreativas de la ciudad Por Enrique Ramos Crespo

 

Pequeña Crónica del Viejo Casino

por Luis Alonso Luengo, Cronista Oficial de Astorga

Charla pronunciada en el Casino de Astorga en agosto de 1981, publicada en El Faro Astorgano en el mimso mes, en el libro La Ciudad entre mí, crónicas Astorganas de mi tiempo, y en El Pensamiento Astorgano, en diciembre de 1998

Un día en el Casino de Astorga

Un día cualquiera del viejo Casino de Astorga. Pero nuestro día no puede comenzar por el amanecer (todo Casino es siempre poco madrugador); ni cuando se inicia el pequeño tráfago urbano y comercial de la calle de la Rua (antaño paso del Camino de Peregrinos y hoy calle de Pío Gullón en honor del Patricio a quien tanto debe la Ciudad), donde el Casino estaba situado.

La prima hora de la mañana, es de silencio y pequeña modorra en sus salas que se van desperezando con los ruidos de las limpiadoras al sacudir las sillas de rejilla y al fregar las mesas de mármol de aquel largo salón de tertulia, que, con su suelo de tablas rechinantes, corría a lo largo de los recios balcones de la fachada de piedra, blasonada con motes de los Haros y de los Billamiles.

Eleuterio, el buen conserje Eleuterio, con su azul chaqueta de botones dorados que parecía ensanchar, holgada, su pequeña figura, blanca su cabeza que echaba hacia atrás, para hablar con voz velada, lenta, que parecía reflejarse en los anteojos de metal que se quitaba y ponía al mirarnos, iba silencioso con el plumero en la mano hacia aquella sala de billar, allá a lo hondo, por pasillos de claraboyas, mientras Santos, el botones, entonces, llegaba con los periódicos del día.

Retumba la campana María y caen las doce en el Reloj de los Maragatos. La sopera se destapa, humeante, sobre docenas de camillas (con brasero y gato enroscado para el sol del mirador) de casas acomodadas de Astorga.

Es la una de la tarde y por la esquina de Gabriel pasa lento, con su andar basculante, con su pausado saludo bajo el sombrero, don Hermenegildo Tagarro.

Es el primero que llega al Casino para, con su puro en la boquilla, sentado en la mesa del tresillo, hacer solitarios esperando que aparezcan don Luis Luengo, fuerte el pisar, anchos los bigotes que atusa, entre carraspeos, con su mano en cuyo meñique fulge un grueso diamante; don Faustino García del Otero (siempre corbata de lazo) con su sombrero ladeado sobre el ojo izquierdo en costumbre del buen cazador para defenderse del sol, y don Fernando Rodríguez, gruesa voz de sochantre, pobladas las cejas, peludas las manos, anchas y arqueadas las piernas, y organizar la primera partida de tresillo de la tarde donde don Fernando ha de contar, tronitonante, cosas de la vieja arriería maragata, don Hermenegildo ha de lanzar alguna frase sentenciosa de pausado to-no, y don Luis ha de reír estrepitoso mientras don Sebastián Crespo, de silencioso mirón dará una chupada a la boquilla de su aromático habano.

Una hora más y el largo salón de tomar, que termina en una cristalera para la pequeña biblioteca, se puebla de conversaciones y de golpeo de fichas de dominó.

Van entrando hacia otras mesas, don Blas Martínez, don Fortunato, don César Pallarés, que abandonaron el Cantón para comer a galope, don Antonio Perandones, siempre juvenil en su recio pisar, don Pablo Herrero mordisqueando la boquilla del Faria, nerviosamente al hablar, don Fidel Jiménez con paso isócrono, acompasado al bastón, don Porfirio López (a la espalda su editorial a la que tanto debe el resurgir intelectual de Astorga) balanceando, a sus pequeños pasos, su figura de hirsuto y estrávico Clemenceau, don Saúl Tagarro, iridiscente de joyas entre su barba negra de pequeño y refinado sultán; y dos barbas más, ahora pareadas, pero de distinto signo: la de don Daniel Caso, blanca, de viejo marino o de indiano de Filipinas, y la notarial, casi rabínica, de su hermano don Gonzalo.

Don Julio Segado, caladas sus gafas de oro, con la copita de coñac delante y el Blanco y Negro abierto, está ensimismado, colorada la faz, tratando de resolver un jeroglífico entre un corro de cabezas silenciosas que le ayuda, sobre las que, erguido de pie, Pepe Aragón, con su alado sombrero hacia el cogote, lanza una ingeniosidad, siempre oportuna, desde sus altos y subidos hombros, quijotescos, casi de alambre.

Van llegando los jóvenes maduros.

Manolo Goy: pequeño de estatura, con su bastoncito de caña y su rostro piramidal de anchos pómulos, afilada barbilla, y amplias entradas en la frente.

Gonzalo Goy: con su pelo negrísimo, como planchado, y el gran lunar sobre la gruesa, lustrosa, mejilla...

Roberto Alonso Benito (el puro en la mano) con su alta y corpulenta humanidad embutida en flamante uniforme de Capitán de Estado Mayor.

Olimpio Pérez, con su voz aguda, paradójicamente asochantrada...

Federico Alonso (Ficus, todo él gafas de husmeante miopía, para la ancha nariz, el negro cepillo del bigote, y la voz recia, siempre) en bonachona y astorgana polémica...

Allí, en aquella mesa, la partida de las tres barbas.

La de don Santiago Blanco, de seda blanquísima, torrencial y suave sobre el grueso vientre; barba de Padre Eterno o de Anciano Simeón... como la retrató Villodas en el famoso mural de la Capilla del Palacio de Gaudí.

La de don Santiago Gómez, rala y entrecana, como la de un Quijote de disminuida estatura...

La de don Rodrigo María Gómez, lacia y ceremoniosa, como la de hidalgo letrado...

Si es martes, allá en el fondo, en tres mesas unidas de mármol, la ruidosa tertulia de los médicos de los pueblos cercanos, incrementada con los compañeros de aquí.

Don Pedro el del Val discute a grandes voces y parece que se lava su corazón generoso y maragato, por las manos; y Cándido el de Brañuelas escucha y todo termina en una larga partida de naipes que se prolonga hasta la noche.

Los domingos en el Casino

El domingo cambia radicalmente la fisonomía del Casino. Lo revelan las perchas que en el vestíbulo, al final de la ancha y encristalada escalera amontonan ingente cantidad de gabanes y sombreros que ahogan a los que son huéspedes habituales de los días de diario. Como las partidas y tertulias holgadas de otros días, naufragan en las de docenas de comerciantes y empleados que hoy acuden al Casino.

Y sobre todo, el domingo es la irrupción, en sus salas, de la juventud. No podemos evocar sin emoción los nombres de tantos amigos trágica y prematuramente desaparecidos:

Juan Panero, el que un día se nos reveló, inesperadamente entre chiste y chiste, como un altísimo poeta; aquel Juan de negro bigotito sobre la larga faz, que andaba a pequeños saltos y sacudía la cabeza al pasar como ensayando un vuelo...

Angel Jiménez, el niño grande de siempre, con sus ojos inteligentísimos, a veces ensimismados, tras sus gafas de chico estudioso, que él encaja con un tic de su mano mientras la charla le fluía arrolladora...

Antonio Novo, con su grueso rostro sonriente de angelote moreno y aquella cicatriz en su frente que nos recordaba el primer poste de hierro que se puso en el Jardín...

Angel Gómez, con su seria media sonrisa de matemático hecho caballero cadete...

Y Leopoldo Panero, alto, de ancha cabeza y ancha y pausada voz, que descubría, en sus crónicas de Humo, lo que luego había de ser la más arraigada y trascendente, poesía de nuestro idioma.

La última hora de la tarde del domingo era el asalto al salón grande del Casino al que arrastrábamos a las muchachas, que entre titubeos se decidían a dedicar un par de horas al fox, al chotís, al charlestón, siempre que se encontrara alguna señora que las representara.

¡Asaltar el Casino!, curioso derecho de la juventud, que lo tiene al ser impetuosa y dinámica, y cuya impetuosidad regulaba y admitía el Reglamento siempre que se cubrieran las formas sociales: ¿nos damos cuenta de lo que esto significa?.

Y caía la noche sobre el Casino. Días noctámbulos aquellos de la vida de Astorga, en que era conserje el inefable Jovino, y al que el Café Campesino (al que se bajaba por aquellas hondas escaleras) alborotaba la Ciudad con sus euforias de café cantante al que aterrizaban al cerrarse el Casino, sus socios más nocheriegos.

El teatro y la Navidad

El invierno (ese terrible invierno astorgano) defendido entonces, sin calefacciones, a fuerza de brasero catedralicio, con paleta vigilante y faldas hechas de mantas de Val, era, para el Casino, tiempo de representaciones teatrales. Los largos ensayos, cubrían las frías veladas de las que solían salir nuevos noviazgos.

Leoncio Alonso Goy, fino, pulcro, impecable la raya del pantalón (algo así como el Brumel astorgano), sin aquella disnea aún que hacía detenerse en la calle y apoyar el brazo izquierdo en el costado y el derecho en el puño del bastón mientras sonreía ceremonioso al que pasaba. Era el director artístico de aquel magnífico conjunto.

El salón de baile, se transformaba en sala de espectáculos pues para ello tenía su escenario al fondo. Las filas delanteras eran de bancos para los niños (entonces no había funciones no aptas para menores) que permanecían con los ojos abiertos muy calladitos. Las otras filas eran de butacas para la gente mayor.

¿Recordáis alguno, aquella noche de El Genio Alegre, aquella de Puebla de las mujeres, aquellas del mejor teatro de Arniches?. Nombres como los de María Gullón, Gonzalo Goy; Leoncio Alonso Goy, sin citar a los que aún viven, son bastantes para traernos todo un mundo de añoranzas.

Junto con estas representaciones, las que el Casino ofrecía a sus socios de compañías profesionales (Morano, La Xirgú, Carmen Moragas) en su propio salón: encantador solaz de una época casi sin cine y, sin más teatros en Astorga, que el minúsculo de Sabino y después el un poco más amplio de Velasco.

La Navidad traía para el Casino de Astorga, aparte de los llamados bailes de reglamento las ingeniosísimas inocentadas. Y la Cuaresma, siempre lenta sucesión de novenas de turno, sin bailes ni apenas actividad social, contrastaba con la estrepitosa alegría del Carnaval.

Los carnavales y el Casino

¡Carnavales del Casino de Astorga! Todo un libro podría escribirse con su pintoresco anecdotario, con su movimiento, con su color.

Nuestro recuerdo más lejano de los Carnavales del Casino, lo es, para todos los de nuestra generación, el del delicioso baile de niños, el lunes por la tarde. Pero (en nuestro caso) no por asistir a él, sino por la tristeza de no asistir.

Desde el amplio mirador en tinieblas, oteando de soslayo la fachada del Casino, recluida la familia en la casa por prolongados lutos, atisbábamos la llegada de los niños con sus disfraces de las manos de sus papás, al portalón del Casino, que los iluminaba de pronto, con su luz, entre un tumulto de gente artesana que allí se apiñaba para verlos y que aquel año alzaba sus murmullos de admiración al ver llegar, apurado por la calle de Pío Gullón, el enorme elefante de cartón en cuyo palanquín se balanceaba la deliciosa belleza infantil de Olguita Monteserín con su rostro aceitunado, y su nariz aguileña de auténtica princesa hindú.

Por los balcones del Casino, entre chorros de luz, salían las bocanadas ruidosas del rebullicio de los niños que corrían y resbalaban por la alfombra tirando papelines y serpentinas, vestidos de Mefistófeles, de Pierrots y de Colombinas, haciendo que bailaban (emulando a los mayores), para luego, corriendo y apelotonándose, ponerse en fila a recoger el cartucho de caramelos que Jovino entregaba uno a uno; ese cartucho que al día siguiente, recibíamos en casa, cada uno de los niños hijos de socios, que no habíamos asistido al baile, en esa norma gentil tan nuestra.

El domingo y el martes de Carnaval, eran días gullagacos en toda la Ciudad que rompía, en báquico jolgorio, su norma diaria de silencio casi ascético.

El Cantón y el teatro Manuel Gullón

Se iniciaba el Carnaval para la gente del Casino, en un ámbito ajeno a sus salas pero a ellas entrañablemente unido: el rincón de la Plaza Mayor, cuya horizon- tal era el Cantón y cuya vertical era la fachada de la casa de Panero.

¡Entrañable estampa la de aquel lugar!

Abajo la confitería donde, entre montones de petisús se sucedían las tertulias y los abrazos de todos los amigos venidos de La Bañeza, de Benavente, de León, que eran invitados con prodigalidad; mientras arriba, en los balcones, las chicas guapas de Astorga recibían el diluvio de serpentinas y paquetes de bombones que, desde el Cantón, les arrojaban los jovencitos, para que ellas les contestaran entre risas con torrentes de confetis, que hacían la delicia de doña Aniceta Pane-ro, que animaba a todos sonriendo desde su sillón con su contagiosa simpatía.

Es éste, el de la simpatía, un valor humano que va desapareciendo y que era aquí, en Astorga, como una atmósfera vital que nos enmarcaba, emanando de las más caracterizadas familias de la Ciudad. Simpatía seria la de Astorga que era fruncir sonriente de los ojos en don José María Goy cuando nos apretaba el brazo en cariñoso saludo; y largo sombrerazo al pasar en don Germán Gullón; y apretada sonrisa de dorados dientes, en don Moisés Panero; prestancia sencilla en doña Isabel Goy, que nos regalaba aquellas ricas galletas de su tienda: y maternal don de gentes (el lapicero en el moño y la disnea hecha sonrisa) en doña Adela García Bajo...

Por aquellos, se inauguró el Teatro Manuel Gullón. En las tardes de Carnaval, el baile del Gullón, constituía el preámbulo, y el contrapunto a su vez, de los del Casino, pues en él irrumpían pandillas disfrazadas que luego seria y solemnemente, y con otro disfraz, danzarían a la noche en el Salón Rosa. Brincos y griteríos, equívocos y confusiones. ¿Cuántas parejas de novios regañaron por causa del baile del Gullón en pasajera nube de Carnaval?.

Y a la noche los grandes bailes de disfraces del Casino. Y como una emulación de buen gusto y humor, las bromas y carnavaladas, entre vuelo de serpentinas y papelines y chorros de perfumadores. ¿Recordáis aquel instrumento del perfumador no siempre con un contenido de auténticas flores del campo?.

Pandillas consabidas de Pierrots y Colombinas; el Coro de las Espigadoras; las Señoritas Charlestón con sombrero de copa y minifalda )nada hay nuevo bajo el sol) emulando a la Teresita Saavedra del Príncipe Carnaval.

Y aquella calva de nuestro buen amigo Luis Pradilla, en la que el pintor Monteserín había dibujado, con genialidad, un conocido rostro en caricatura.

Y la bellísima arrogancia de Pilarín Pallarés disfrazada de Plus Ultra reproduciendo la gesta aérea de Ramón Franco.

Y aquella simpatíquísima dama que se disfrazaba de payaso, fingía andar con las piernas hacia arriba (doña Carmen Núñez).

La llegada del Regimiento

La llegada del Regimiento de Órdenes Militares y la inauguración de su Cuartel, incrementó, torrencialmente, la vida social del Casino. La joven oficialidad fun-dió su buen humor con el de la juventud de aquí; y fiestas y giras a la Forti y representaciones teatrales, volvieron a tener notorio auge.

¡Tantos y tantos extraordinarios tipos humanos los de aquellos días!. Jóvenes Oficiales, muchos de ellos casados aquí, y astorganos hoy de corazón, que seguramente tenéis como una de las efemérides más vivas de nuestra juventud la del baile de vuestra recepción, la de aquella representación teatral Viene el Regimiento y del ciclo de actos que se os dedicaron...

Aires veraniegos

El verano, traía para el Casino, un desfile de Astorganos forasteros que no podían (ni pueden) dejar pasar el mes de agosto sin saludar a los gigantones y cabezudos que salen al caer las doce del sábado en los Maragatos del Reloj.

Pero el verano traía, sobre todo, las verbenas del Grupo Escolar, que el Casino organizaba.

Se enguirnaldaba la terraza de la muralla del Grupo; se alzaba el humo de los churros; y en la caliente noche estrellada, se bailaba hasta el amanecer, hora en la que los más desvelados habían de ir a comer las sopas de ajo a las ventas de Fuenteencalada, frente al diseño del Teleno, que comenzaba a dibujarse entre luces tiritantes de frío.

Fue una de aquellas verbenas la que proporcionó a nuestro grupo literario, el más atroz disgusto que nuestra inexperiencia pudiera soñar.

Habíamos lanzado el periodiquillo veraniego La Saeta para, junto a los primeros versos surrealistas del grupo, meternos con todo lo divino y humano de la ciudad, imitando lo que (muy inteligentemente) había hecho la generación anterior desde las páginas de El Fresco. Y fue una reseña nuestra de una verbena en cuyas líneas se aludía, jocosamente, a un comandante solterón muy aficionado al bello sexo, la que motivó reunión extraordinaria de la Junta del Casino y el aviso a nuestros padres, que a petición del ofendido comandante, y para satisfacción hubieron de sancionarnos con la prohibición de asistir a los bailes de Ferias que se avecinaban: sanción cuyo cumplimiento fue inquisitivamente vigilado por un Delega-do de la Junta y la supervisión del propio comandante. Con los bailes de Ferias se cerraba el ciclo anual de las actividades del Reglamento del Casino. Lo mismo que nosotros cerramos esta pequeña crónica de nuestro viejo y amado Casino, centenario hoy, pero siempre joven en afán de constante renovación.

 

Luis ALONSO LUENGO

Recuerdos sobre el Casino de Astorga 

por Alfonso Fernández R. Rodicio

Su expresión en términos, etimologías, objetivos y razones, son amplios y referentes, compartidos. Casino, Club, Liceo, Ateneo... tienen en común algo y también algo específico, diferente. No es una casa pequeña; sí una Sociedad de recreo.

Situada no fuera de poblado sino dentro; en Ciudad, Villa o pueblo, que también en ellos hubo y hay Casinos, si bien pocos, y, eso cierto, en Astorga sigue estando, siendo y que sea por mucho tiempo. Sociedad emérita tanto por méritos como por vetusta aunque se renueve en Estatutos, socios, directivos, fiestas, filiaciones deportivas... y en hermanamiento con otros.

Siempre he creído que esta Sociedad es vital y vitalista en vivencias y armonías para muchos astorganos, pasajeros, amigos, veraneantes, forasteros... Y por ello merece un especial reconocimiento y apoyo que revitalice en su ya trayectoria amplia, real y nostálgica para unos y venidera, democrática, atractiva, real, lúdica, cultural y estimable para otros.

Sociedad de hombres, en su sentido más amplio y completo; compuesta, adornada, embellecida, ornamentada... para conversar, leer, jugar y otros esparcimientos... (visuales, musicales, literarios, festivos, conmemorativos, ceremoniales, proclamatorios de realezas... y de premios, de homenajes y de cenas... y tantos y tantos más...); y en los que se entra mediante presentación y pago de una cuota. También Casino es el propio edificio en que la Sociedad se reúne y cumple sus fines.

En Astorga el Casino es el Casino. No es un Club. En otras ciudades, como en Ourense, no hay Casino, sino Liceo. Sobrenombre de Júpiter, adorado allá en su monte, Liceo, en la Arcadia. Más griego; el Casino es más latino, más italiano, y por derivación más castellano... y desde luego astorgano.

También Liceo es antiguo gimnasio, donde enseñó Aristóteles; aunque actualmente se refiere también a sociedades literarias o artísticas cuyo objeto es enseñar e instruir.

No conozco el historial del Casino; sus comienzos, su devenir en tantos años de existencia; sus páginas más gloriosas; sus eventos; sus relevos. Todo esto y más está en el ánimo de las gentes, edades y épocas.

Esa entrada, postescalera, en triángulo: de cafetería, sala-salón de juegos, y en su frente, la música, la orquesta, el asalto de los jueves y otros días, de domingos; asalto, quizás de origen carnavalesco, y que más que adelantar el pie derecho al mismo tiempo que la espalda, el asalto era la inesperada presencia en el Casino, casi siempre a la hora del vermut o a media tarde, seguido de música orquestada o de discos. Y los bailes, tan esperados de Reyes, Carnavales, en verano, en las Fiestas y en fin de año, con su cotillón... y baile. Todo un calendario atrayente.

La balaustrada... con pelda-ños de mármol y a modo de ca-rrusel, que algún notable bajaba a caballete. Astorga era un paseo, simplemente, que a la tarde se recorría en ida y vuelta en elíptica casi perfecta: de la Plaza Santocildes, el Abella, con tazas marrones y café a una peseta; luego Regio, como referencia, casi a medio frente a la derecha; el Central, tan grande como alto, con fondo atrás de billares y de chapas y de tratos, y de familiar tertulia y a las cartas; cruces de ida y vuelta... ruta continua, seguida que se desvía hacia la Plaza, sobre todo en el invierno, bajo soportales que acarician sueños, amores y esperanzas:

Al final del recorrido contidiano todos eran conocidos, ya amigos; ausencias y llegada, noticias y acontecimientos... y así de vuelta..., multiplicadas vueltas, cruzadas y paralelas, con carteleras pegadas o encuadradas de cines casi domésticos, seculares, diocesanos, nuevos, remozados...; y de vuelta a la vuelta, por el Abella, luego Regio, soleados, entoldaos, luminosos... ¡Qué veranos! Y al frente, a un lado, de nuevo, el Casino, que hoy sí que hay baile, con orquesta o... de calle, de gala..., de juventud, de infantes, de militares y civiles...; son de tarde, de noche...; sí porque me ha llegado, o a mi casa, la invitación en cartulina blanca... Y los trajes y las cenas y la llegada, a poco más de medianoche empezaba...; y aquel pequeño palco que cual celosía de convento daba oportunidad a muchas, las más jóvenes, las de ausencias, a contemplar la fiesta, el baile... y poder comentarlo al día siguiente. Despedidas de amigos, que llegaron o se marchan; y, ya terminado, la salida a horas avanzadas.

Recuerdo la disyuntiva, ya en la calle, nos vamos a hacer la ronda el cero por la Mallorquina... y nos íbamos quedando para aterrizar en la plaza, en la Muralla con luces que no farolas y árboles, luego asfalto; más segura, más tranquila; con luna llena plena y redonda ¡qué maravilla! ir por la Muralla a hacer la luna, cuando no a bailarla, olvidándose de paisajes oxidados. Y al día siguiente, la Eragudina y aquellas rutas tan bellas, encantadas, de aroma romano y árabe, judaico.

 

Alfonso FERNÁNDEZ R. RODICIO

El casino de Astorga

por Andrés Mures Quintana

Nadie puede negar la magnificencia, la clase y la altura social a la que brilló la Sociedad Casino de Astorga en las décadas de los 50 y 60. De lo que me alcanza la memoria acierto a distinguir tres efemérides a lo largo del año, que encontraban en los salones del Casino un marco incomparable de celebración: los carnavales, las Ferias y Fiestas de agosto, y Nochevieja y el cotillón de Reyes. Quisiera hacer un inciso para insistir muy brevemente en la importancia que los bailes de celebración de Nochevieja y Reyes (con las famosas sopas de ajo de la madrugada incluidas) tuvieron en Astorga durante muchos años, y que posiblemente alcanzaron su cénit de esplendor al final de los sesenta y a lo largo de todos los setenta. Había numerosos sitios donde el sarao se prolongaba hasta bien entrada la madrugada. Las sopas eran servidas en otros tantos lugares diferentes. El Regio, el Imperial, la Liebre-Astoria (de los Tagarros), el Duerna (ya desaparecido), la Verja, el Cubasol, el Correos, la Paloma. Bailes de renombre, aparte el Casino, se celebraban en el Astoria, el Central (de mucha solera y sabor), la Anuska, en la Muralla (actual Registro de la Propiedad) en el Yate, y posiblemente en algún otro lugar que la memoria es incapaz de abarcar. No obstante, el baile del Casino era, por encima de todos, el sobresaliente. Y es que en el Casino, y tal como rezaban los tarjetones de invitación que se enviaban a los socios y sus familias, una o dos semanas previas a los festejos, se celebraban en realidad bailes de sociedad. Y ciertamente, toda la sociedad astorgana de cierto renombre con parientes, amigos y allegados, se daba cita en el marco incomparable del gran salón de baile, en el hall de entrada, en el ropero, en el bar, y en el salón de juego (habilitado esos días de jolgorio y frenesí como estación de reposo temporal y de breve relax).

La imponente escalera de mármol, con su dolorosa pendiente, y su espejo a modo de gigantesca pantalla, servía de inmejorable escenario de encuentro, saludos y besuqueo. Los astorganos de la colonia madrileña, los de La Coruña, los de Bilbao, Valladolid y del otro lado del Atlántico, intercambiaban en el majestuoso rellano los cariños guardados de meses, incluso años, al tiempo que los pulmones y las piernas recuperaban cierta normalidad que los duros peldaños imponían en aquel ir y venir alegre, bullanguero y no exento de empaque y distinción.

La balconada que daba sobre la Plaza de Santocildes constituía otro memorable rincón del Casino. Aliviadero de aquellos terroríficos calores agosteños que la danza y los cuba-libres aposentaban en cuerpos y mentes, servía igualmente para furtivos encuentros deseados y no confesados, instrumentados por tercera persona oficianta de carabina-celestina.

Miradas de soslayo que encerraban mensajes ardorosos y estupenda atalaya de ojeo-cotilleo desde donde observar el trajín de la Plaza y de Lorenzo Segura, eje principal de la ciudad en fiestas y que aderezaban maravillosamente las terrazas de El Imperial y El Regio.

También los paseantes de abajo recalaban su atención hacia los del tendido, no faltando nunca comentarios de toda índole que a veces iban acompañados por la estela del índice señalando sin recato hacia éste o aquélla. Normalmente, más que a la persona, el juicio iba dirigido hacia la indumentaria.

El Casino era escaparate real y vivo de lo que daba de sí la ciudad y de lo que representaba. Las mejores galas, las pieles más finas (incluso en agosto) y lo exquisito del joyero era lucido y portado por ellas (sobre todo) y también por ellos. Trajes que trataban de ser impecables, impolutos smokings, camisas blanquísimas, gemelos de oro, corbatas de seda. Lo de las señoras es más largo de enumerar, pero sin duda más reluciente y no menos sobresaliente.

Recuerdo con singular nostalgia aquellos bailes de Carnaval; sobre todo el infantil, que se celebraba el martes por la tarde entre las cinco y las nueve, y que servía de prólogo y antesala al nocturno de los mayores.

Aunque el baile-fiesta era denominado infantil, a partir de las 7 de la tarde, los periquitos que andábamos entre 13 y 17 primaveras, nos constituíamos en los verdaderos reyes, no ya de la pista, sino del lugar entero. Subíamos y bajábamos al piso superior, y desde una especie de coro balconado que daba sobre el salón oteábamos todo un panorama multicolor y bullanguero. Normalmente, desde esta especie de atalaya, trazábamos la estrategia a seguir para cómo y de qué manera abordar a esta chiquita de las Escolapias, de la Milagrosa, o aquella otra que va a 3º ó 4º del Insti (como entonces denominábamos al Instituto de Enseñanza Media).

Las niñas, que ese día se esmeraban en su atuendo y solían estar la mar de guapas, (incluso las menos agraciadas), como solía decir un guasón muy conocido, ronroneaban en pandilla o junto a las faldas de sus mamás, que permanecían invariablemente sentadas alrededor del salón observándose de refilón unas a otras. Los comentarios, cotilleos, indirectas y el continuo corte de trajes no cesaban a lo largo de la fiesta. No había vestido, collar, zapatos, broche o peinado, que no pasase con desigual fortuna el tamiz y la criba del juicio alternativo de cualquier señora allí aposentada.

A pesar del calor sofocante lo pasábamos en grande, y el regocijo más grato y glorioso de la fiesta llegaba en el momento en que (por fin) conseguíamos sacar a bailar (¿) o más bien a dar bandazos por una pista sobresaturada de chicos y medianos, a aquella damita a la que no le quitábamos el ojo desde hacía meses, ya fuera en el descanso de la película del domingo por la tarde en el Astúric o el Velasco, ya fuera a la salida de la misa de San Bartolo, o en el paseo por la Plaza en las mañanas dominicales.

Desde nuestra perspectiva de incipientes adolescentes, la ciudad nos parecía mucho mayor que cuando alcanzamos la barrera de la mocedad. El tramo mismo del Jardín a la Catedral se nos antoja kilométrico. También el Casino y sus salones nos parecían gigantes. Muchas veces, en mi galopante imaginación de niño viajero, comparaba el salón de baile con el de los espejos de Versalles. Más tarde, cuando tuve la fortuna de visitar por primera vez la obra monumental del Rey Sol, comprobé que mis sueños infantiles, a la luz de las postales y de los manuales de Historia del Arte, tenían un atisbo de incipiente coincidencia.

En estas vísperas navideñas, y al calor retrospectivo de las páginas de este Pensamiento Astorgano tan querido, damos rienda suelta a la nostalgia que revive en nuestra mente de alguna manera, un pasado que no queremos perder del todo.

El Casino, como muchas otras cosas que encierra nuestra ciudad, marcó una época, sirvió de escenario rico y viviente para mostrar la alegría de una parte de nuestra sociedad. Hoy, hemos querido traer su imagen, un poco difusa por el tiempo, pero nunca perdida, a las páginas de nuestro entrañable Pensamiento. No pocos, en estos días tan singulares del año, encontrarán cobijo para sus recuerdos, sus nostalgias, su gente querida que se fue, en la lectura de estas líneas hechas con ilusión, cariño y ternura. Más adelante, y como ya anticipé en el Hotel Moderno, estas imágenes vivas de una Astorga que fue, encontrarán acomodo más amplio y extenso en un libro donde anécdotas y personajes de todo pelo y condición desfilarán por la senda de medio siglo.

Andrés MURES QUINTANA

Diciembre 1998

(publicado en El Pensamiento Astorgano, diciembre de 1998)

La más clásica de las instituciones recreativas de la ciudad 

Por Enrique Ramos Crespo

Los algo más de 250 socios que tiene en la actualidad la Sociedad Casino de Astorga conservan viva la tradición asociativa de la ciudad, y quienes frecuentan sus instalaciones aún mantienen el hábito de la tertulia y de lugar de partidas que han convertido en un tópico los casinos de provincias.

Sin embargo, del estereotipo que se ha transmitido a través de libros como La Regenta, queda bien poco en el Casino de Astorga. Incluso de lo que cuenta Luis Alonso Luengo en sus evocaciones de almidonados cuellos y engomados bigotes y cierto tufillo clasista queda poco más que el nombre de la sociedad.

El propio Casino editaba un folleto informativo para la última Expoastorga en una intención de captar nuevos socios hacía toda una declaración de intenciones en este sentido al proclamarse no clasista y sí abierto a toda la sociedad.

Quizás por ello, y también como compensación al acuerdo establecido con el Ayuntamiento para el uso de instalaciones y servicios municipales, los salones del Casino se abren en multitud de ocasiones a actos culturales de la más diversa índole a los que tienen acceso todos los astorganos. Son innumerables los conciertos de cámara y de la propia banda municipal que ha acogido el salón social, y el clima de cooperación con el Ayuntamiento inaugurado hace varios años no se ha quebrado nunca. Otras instituciones como Caja España y especialmente antes Caja León, también han aprovechado el coqueto espacio para traer a Astorga algunos conciertos de su circuito cultural. No faltan incluso iniciativas del propio Casino como viajes o cursos de baile que se abren también astorganos que no pertenecen a la sociedad.

A cambio, los socios del Casino consiguen un uso gratuito de las piscinas municipales, precios bonificados en la utilización de gimnasios de la ciudad y el mantenimiento de un activo club de tenis que en la semana de fiestas de Santa Marta es la bandera de un torneo en el que se dan cita algunos nombres importantes del circuito nacional del deporte de la raqueta

El alma del casino sigue siendo, sin embargo, su cafetería. En ella se cuecen aún hoy algunos asuntos que tienen repercusión en la ciudad, y aunque aquel aire de mentidero político que tenía en otro tiempo el casino de cualquier ciudad del estilo de Astorga (también otras mayores y algunas menores), se ha trasladado a otros lugares, su condición de espacio de conversación lo ha hecho más de una vez escenario propicio para cerrar tratos.

Por eso las partidas nunca han dejado de llenar un importante espacio en la cafetería del edificio, y sobre todo el billar. Sin discusión el mejor de la ciudad y uno de los mejores de la provincia en el que se han visto las carambolas más osadas y a algunos de los mejores jugadores del deporte de las tres bolas. Sobre el tapete verde se han apoyado algunos astorganos con fantásticas condiciones como para quedarse en simples buenos aficionados, pero sobre todo, grandes profesionales que han ofrecido sus exhibiciones para toda la ciudad.

El Casino de Astorga, además tiene acuerdos de colaboración con sociedades homónimas de toda España gracias a su pertenencia a la Federación de Casinos de España y a la Federación Regional de Casinos, lo que permite a cualquier socio de la institución astorgana hacer uso de los servicios e instalaciones de las demás sociedades federadas.

Enrique Ramos Crespo

(publicado en El Pensamiento Astorgano, diciembre de 1998)