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Colores, sabores, olores y sonidos de la ciudad

Astorga, costumbres del espíritu

Juan Carlos VILLACORTA


No pocas veces le he dicho a Luis Alonso Luengo: Pienso que mi Astorga no existe; es una Astorga irreal. Me ha contestado siempre lo mismo. Esa es la esencia de Astorga, su espíritu. Le digo esto porque me aflige escribir en vano, evadirme en la nostalgia.

Y sin embargo, la huella de Astorga en mis sentidos no es propiedad privada sino heredad común en la memoria de muchos astorganos. Es la huella de la Astorga interior.

La nota en mis ojos en los que veo la Astorga que se ve y la Astorga que no se ve; en sus colores, en los verdes ralos y en la greda rojiza; en el negro de sus manteos; en el verde de sus refajos; en el azul de los ropones litúrgicos en los versos de las flores de Mayo; en los ojos de la pintura como calcomanías de los pasos de los judíos; en el morado de los pendones del Castro y en la primera página de los extraordinarios de La Luz en la Semana Santa; en las nieves azulencas del Teleno y en los cielos vertiginosos de raso de las mañanas tersas y gélidas, amanecidas con el bordado floral de los pinganillos en los tejados todavía somnolientos, y para rematar los colores, en el fulgor de la hebilla plateada en los zapatos del Magistral. Y el atardecido, en Peñicas bajo un cielo de amapolas.

Me suena la lluvia en el canalón de mi casa de La Botica en las tardes de tormenta en Agosto cuando se quedaba varado ante la taberna de Fuentencalada el carromato de la Maragatería y yo me quedaba viendo, como alelado, no sé qué, bajo la copa de un negrillo. Y el silbato de la Berrona que era una máquina achatada, que venía de la Estación del Oeste a buscar los viajeros de Astorga. Y la voz sensual y fragante de la del manojo de rosas en el Círculo Católico; y la del Sochantre que olía a tabaco, en el Dies irae, dies illa de Perosi, en los funerales de primera. Y las campanas de Santa Marta tocando a gloria porque había muerto un niño de tifus. Y las de la Catedral, que son la voz de la eternidad de Astorga y que a m¡ me causaban un respeto profundo. Y el Ave María de Gounod, con la belleza de una ojiva, en la Novena de las Siervas de María. Y el Para Elisa, en el piano de Sor Aurora. Y la campanilla errabunda del Viático por las inciertas calles de la agonía de Astorga.

Me sigue sabiendo la boca al pimentón de las sopas de ajo, al corrusco de las hogazas de la señora Cesárea, a los barquillos de los domingos en el Jardín, al palo de regaliz que comprábamos en la tienda de Marcelino y a mantecadas, cuando ya no tengo tren que esperar.

Y el viento, está escrito en el viento, me trae el olor a sudor y a tierra de la Maragatería, a los pucheros de La Peseta cuando los aderezaba Doña Irene, que en gloria esté, y a la que recuerdo con el crucifijo que como una miniatura de Bizancio le traje de Roma; al congrio al ajo arriero, y a truchas del Órbigo, y a las lilas del Hospital de San Juan donde se curaban los soldados de las coces de los mulos.

Y siento vivo el tacto de Astorga en su silencio, y el de los muertos cuando a la puerta del cementerio les echaban una paletada de cal, y a las muchachas en flor que amábamos sin atrevernos a decirles palabra, sólo el toucher retinien, tan callado y elocuente, adorable casi como algo prohibido. Y el tacto del hilo de la cometa, sutil y vibrante. Y el del bote de carburo que llevábamos sigilosos, a escondidas y medio asustados a la Plaza de la Catedral para que su luz iluminase los sueños de nuestras hogueras sacramentales en la víspera de Agosto. Y el tacto de Valdeviejas que era el tacto de la soledad y la pobreza, y el de una perrina acariciada en el bolsillo del pantalón de pana, como una miga de pan.

Y todas estas sensaciones ¿son realidad o sueño?. No sé pero todo eso conforma mi Astorga interior, conmigo van -podría decir con Antonio Machado- mi corazón las lleva.

Juan Carlos Villacorta