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"La corredera baja"

Pilar Acabón de Herrero


Es posible que para mucha gente este encabezamiento no le diga nada. Es una calle. S¡ una calle del Barrio de San Andrés. Posiblemente la conozcan mejor diciendo la calle de los panaderos.

Así fue. En unos muy lejanos tiempos, había, que yo recuerde, 7 u 8 panaderos. Por la parte de la derecha según se entra, las primeras eran Las Carolinas: dos hermanas casadas con otros dos señores que también eran hermanos; así que cuñados y hermanos trabajaban el unísono.

En una puerta o portalón más abajo hacían y vendían el pan Roque y su mujer. Hasta hace pocos años, su hijo Rufino siguió con el negocio.

Cuatro o cinco números más allá estaba Currito. ¿Por qué le llamaban así?, posiblemente porque era bajito. Recuerdo una anécdota muy curiosa sobre el apelativo. Una vez, que le estaban pintando la casa, al artífice de la obra, no se le ocurrió más que ponerle una greca en el zaguán de la entrada, de una mamá pata y tres o cuatro patitos. Cuando la señora Currita (que era de armas tomar) vio aquello, salió Veguita, que así se llamaba el pintor, el caldero, la brocha, etc., volando por los aires a la calle.

Más abajo, y casi pegando con la carretera Madrid-Coruña, que es donde termina la calle, estaba de panadero Raimundo, que también vendía leche. Sus vacas pacían o se recreaban en lo que hoy es el campo de fútbol La Eragudina. Cuento esto porque en aquellos tiempos las vacas iban y venían con plena tranquilidad por en medio de la carretera N-VI.

En frente de Currito estaba el horno de Rufino Cuervo.

Más arriba la del tí Pepín y la señora Juliana, que eran los progenitores de la mayor parte de ellos.

Seguía la de Borlinas, que hasta hace tres o cuatro años continuaron sus hijos.

Por último la de Juan y Rosario, que es la única que queda, pero traspasada a Santiago.

El olor de la calle era muy variopinto. Por un lado el aroma a humo de las urces, que era la leña que empleaban para arrojar los hornos. Había también otros humos más espesos, acres y picantes que salían de las chimeneas donde vivían muchos ferroviarios de los conocidos como charangos. Los de la estación del Oeste. Estos empleaban briqueta para sus cocinas. Y por si fuera poco, la calle estaba como dividida en dos por un pequeño y oloroso regalo, que era el aliviadero de la fuente pública y que desembocaba en el Río Jerga. Este mini regato servía de comedero, escarbadero y recreo a curros y patos que se contoneaban arriba y abajo por él.

Pero lo que predominaba por encima de todo, era la fragancia del pan cocido de aquellas hogazas de ocho o de cuatro libras, según su tamaño.

Había dos escuelas contiguas. Mientras una era dirigida por las monjas de arriba, la otra (completamente opuesta), era un maestro o maestra, los que impartían la clase. Jamás hubo dimes y diretes entre unos alumnos y otros. Todos éramos amigos a las horas de entrada y salida.

Compañías de titiriteros asentaban, de vez en cuando, sus reales al principio o final de la calle. Aquello suponía el no va más de entretenimiento de mayores y pequeños. Enseguida se formaba un círculo perfecto de bancos y sillas... y el que estuviera en la delantera era feliz. La troupe la componía toda la familia más el perro, la cabra y a veces un gallo que hacía verdaderas piruetas sobre la espalda del perro o la cabra. Para verse mejor, colgaban de unos palos clavados en el suelo, candiles de carburo, que olían fatal, pero ésto no se tenía en cuenta. Lo principal era ver el espectáculo. A media función pasaban la bandeja y allí caían cinco o diez céntimos, haciendo un ruido sonoro y cantarín.

También en la Corredera Baja sonaban la corneta y tambor del señor Bartolo, que congregaba a los vecinos para leer por orden del señor Alcalde, los bandos correspondientes.

Gozaba de lo que en aquellos tiempos podía llamarse el supermercado y bar del barrio de San Andrés. Lo regentaba el señor Jesús Franco y familia". Había de todo: bacalao, pimentón, latas de escabeche, escobas, etc... Por otra parte, vasos de vino que servían de alivio o entretenimiento a los obreros a la salida de su trabajo.

Los vecinos eran de lo más heterogéneo. Desde albañiles muy conocidos: los Secapozos, el Bonito, el Escucha; labradores como Jarrín, el Chichi; un relojero; un vinatero: el tí Tinajo... y hasta un cura: don Camilo, en nada parecido al don Camilo italiano. Éste más bien era tímido y apocado. Le llamábamos el cura de las monjas, porque era el Capellán de las de Santa Clara. De lo que sí estoy cierta era que nos debía de temer a la rapacería, pues en cuanto uno lo veía y al grito de el cura, corríamos como galgos a besarle la mano, y no cabe duda, que más de una vez, quedaba en ella algún resto de nuestra nariz. Se empleaba tan poco el moquero que más de uno lo sustituía con un refregón o pasada del brazo, y el jersey o vestido suplían la necesidad.

Albergaba a muchos... muchos niños. Eran familias numerosas. Jugábamos en la calle, no había televisión ni radio. Nos entreteníamos corriendo al escondite, las tabas, el guá..., tanto y tanto que hoy en día nuestros nietos no saben ni conocen.

El día o los días de la fiesta sacramental suponía baile de tamboril y flauta. El ti Lope tocaba y tocaba. Sólo se interrumpía de tanto en cuanto para echarle un buen trago de vino al coleto. Todo esto ocurría en la Corredera Baja.

Hoy todo esto es historia. No hay panaderos ni titiriteros..., ni la fuente que era un noticiero, relax o esparcimiento de nuestras madres y abuelas, e incluso niños, cuando se esperaba la vez para llenar cubos, cántaros..., botijos, claro que hoy tenemos el líquido elemento en todas las casas, pero...

Lo peor de todo es que se cuentan con los dedos los niños que viven en ella. Muchas casas vacías. Es verdad que hoy es una hermosa calle, ancha, asfaltada..., con árboles a los lados, pero no tiene aquel bullicio, ruidos, gritos, risas, ni cantos de lotería o bingo que se formaban los domingos y festivos a la puerta de alguna vecina.

Las casas no tienen poyo a la puerta, que era de multiuso, subirse desde él, al burro o caballo o sentarse a tomar el fresco en las noches veraniegas; incluso cenar aquellos pucheros de olorosas sopas o patatas, en conversación con los vecinos de al lado. No se oyen los cantos de los segadores cuando llegaban de su faena al anochecido.

Las cochas, cerdas, marranas..., de cuatro patas, de los alrededores que llevaban sus amos calle abajo. Unas tercas chillonas, desobedientes y otras airosas y juguetonas, iban camino de la entrada de Santa Clara, donde el señor Andrés, tenía un cerdo padre, el cual previo pago, brindaba sus favores a las damas anteriores.

Los carros llenos de urces para los panaderos y cuando descargaban cantando los fejes: uno, dos, tres..., y suma y sigue, nosotros los niños coreábamos intentando confundir al urcero/a. ¡Qué reniegos y juramentos originábamos!

¿Hay quién dé más?. Esto fue la Corredera Baja. Tiene otra hermana, la Corredera Alta, pero no fue tan bulliciosa y popular como la primera. Es posible que algún día escriba de ella. Entre tanto, recuerdos y nostalgias de aquellos años jóvenes, sanos, alegres y juguetones.

¡Nunca viví en esa calle!

(Publicado en El Faro Astorgano en mayo de 1.997)