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Árboles, recuerdos

por Lorenzo López Sancho


 

Me da vergüenza reconocer que en mis tiempos casi pude considerarme un niño rico. Ahora preferiría poder presumir, como mi admirado amigo Paco Umbral, de haber sido niño pobre y niño de derechas. Dos estigmas que le caen muy bien a la literatura, que le dan un aire de malditismo al que le sientan las largas bufandas rojas para completarlo. Pero no se trata de preferencias, sino de las tristes historias de cada uno. Admito entre mis inferioridades la de no haber sido del todo niño pobre. También la de haber sido lector habitual de una revista que por aquellos tiempos se llamaba Pulgarcito.

Mi amigo Daniel poseía una colección completa del T.B.O., y yo lo envidiaba por eso. Más hubiera envidiado, naturalmente, a Umbral, viendo pasar por la calle a don Marcelo, pero por entonces Umbral no había nacido. Lo que son las cosas. El día en que la editora de Pulgarcito me envió un diminuto carné‚ donde venían mi nombre y mi foto, me sentí tan orgulloso como un diputado que recibe su primera credencial. Y como por entonces aún no se había inventado la contracultura, pertenecer a aquella asociación de lectores me condujo a cumplir, de manera prematura, ese ideal vital que consiste en plantar un árbol. Lo de escribir un libro y tener un hijo, actos mucho más reprobables, vendrían después.

Probablemente por aquel recuerdo es por lo que siempre he tenido una debilidad especial por los arbolitos y los gorriones. Con sentimientos así, vivir en Madrid, donde cada invierno se mutila ferozmente a los árboles supervivientes, y cada verano se fríen en mal aceite, cosa que agrava el delito, miles de gorriones, es un tormento. Y he aquí que de pronto, José Luis Alvarez, ese alcalde que no puede estarse quieto, organiza un día del árbol, coge la pala para dar ejemplo y hace que en una sola mañana, el domingo, planten las gentes dos mil árboles a orillas de la avenida de la Paz, y que en dos meses los jardineros municipales distribuyan por distintos lugares de la Villa, plátanos, olmos, catalpas, sauces, álamos y acacias. Doce mil árboles nuevos.

En mi pueblo, los niños ricos y los niños pobres, a mí me gustaba más andar con los segundos que con los primeros, lo que atenúa levemente una de mis inferioridades respecto a Umbral, llamábamos a la flor de la acacia pan y vino. La saboreábamos antes de que la brisa la hiciera caer sobre el empedrado de las calles como una fresca y olorosa nevada vegetal. No sé si en Astorga, herbosa, yerma, callada, en aquellos años, según la describió don José María Cuadrado, y asfaltada ahora, sigue habiendo acacias. Pero las hay en Madrid, y nuevecitas. Seis mil ha hecho plantar el alcalde. A su punto nevar un pan y vino por el aire apestado de alquitranes y azufres mal quemados. Renacer  un tiempo en que el viento rinda las ramas con los pájaros dormidos y en que desaparecer  de los hijos de los canes vagabundos esa angustia de no encontrar ni la sombra de una rama ni un amigo. Alguien dirá: aquel día del  árbol", y todo tendrá, ¿o es un sueño?, una dulzura verde y fresca, gracias a este domingo de diciembre.

 

Lorenzo López Sancho

Publicado en ABC y reproducido en El Pensamiento Astorgano