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Piedras y bronces. Hombres y nombres

Mis Reyes Magos

por Martín Martínez


La primera cabalgata de Reyes que recuerdo es muy tardía, bien entrados los años sesenta. En mi pueblo, donde pasé la primera infancia y más tarde las vacaciones, no había cabalgata. Los Reyes más cercanos eran de escayola, los que en sus camellos descendían, peligrosamente, en el Nacimiento de la Iglesia, desde unas altísimas, al menos así me parecían, montañas de lona, nevadas con harina.

Sin embargo, en mi pueblo, los Reyes existían en aquellos años de la postguerra, aunque siempre llegaran con la noche cerrada, arrostrando la nevada y el frío; porque entonces sí nevaba, (¡y de qué forma!).

Jamás fuimos capaces de verlos, pero éramos conscientes de su llegada, y los niños de mi pueblo salíamos cada cinco de enero a esperarlos, a orientarlos mejor dicho, para que no erraran el camino. Por eso a media tarde, la pandilla encaminaba sus pasos a las Bodegas o a los Ferrinales; porque los reyes de los años 40, en mi pueblo, siempre llegaban por el camino de Barrientos o por el de Posadilla; acaso el monte, de roble y encina, era lugar más propicio para su maniobra nocturna de aproximación; nunca llegaban por Villarejo o San Cristóbal, siempre por el monte.

Y la rapazada allá se iba, al borde de la Barrera o del entonces cementerio viejo, no muy lejos de las casas por aquello de los miedos, algunos hasta con su taburete, a matar una hora o más haciendo de guías. Pequeñas hogueras y teas fabricadas con cuelmo eran faros en tierra para la orientación de Sus Majestades; cuando el entumecimiento, por el frío, hacía mella en los pies, se había cumplido con la obligación y la devoción; los Reyes tomarían el camino cabal.

Luego venían las hogueras infantiles ante la casa del cura y del maestro, como anticipo de la gran hoguera de los quintos, y la pronta cama del nerviosismo dejaba vía libre a los tres de Oriente, que en un pueblo hay muchas puertas y muchas bardas que saltar.

Y lo cierto es que aquellos Reyes del racionamiento, de la pertinaz sequía, de los maquis y de la conspiración judeo-masónica, tenían su ilusión, su magia infantil; aunque jamás los vimos. El par de calcetines, de compra, la bufanda o acaso un par de zapatos que podía sustituir a los chanclos, llenaban esa ilusión; a su lado tres naranjas, cuatro nueces, unas almendras de salvado, y si habías sido bueno hasta la anguila que el martes habías visto, pasmado, en el escaparate de Valeriano o La Mallorquina. Un año fueron espléndidos y dejaron un volquete de hojalata, con su caballo; y en otra ocasión una máquina de tren, también de hojalata, que hasta tenía cuerda; 30 años más tarde aparecieron ambos detrás de un viejo arcón; era tiempo de Navidad y uno que ya había visto cabalgatas se ilusionó y rememoró aquellos pobres años de postguerra, puros y duros, y sin embargo felices.

Eran mis Reyes, jamás vistos y siempre esperados con teas encendidas, con frío hasta los huesos en una llegada que dábamos por segura por el camino del monte. Eran los Reyes de pantalón de pana, con tirante cruzado, sabañones de brasero y de largos pinganillos en los aleros; eran los Reyes a los que se le ponía con el orujo una rosca de chorizo recién embutido, porque las golosinas las traían ellos.

Por eso, porque aquella ilusión infantil jamás la he olvidado, en alguna ocasión me ilusionaría ser Rey Mago; porque de niño nunca los pude ver.

 

Martín Martínez Martínez

Publicado en El Faro Astorgano en 1.997