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Viaje nocturno por Maragatería

por Andrés Mures Quintana


Numerosos libros e incontables estudios y artículos se han publicado sobre esta nuestra tierra. De todos ellos, como resumen global, puede extraerse una especie de magia y embrujo que destilan estos parajes. Probablemente en mayor proporción que sus moradores. No obstante, nada mejor que improvisar en una tarde cualquiera de este invierno rebelde, una excursión en solitario por la Maragatería profunda que se arrulla entre el cierzo del anochecer y la ventisca helada, a las faldas blanquísimas del padre Teleno.

Desde el promontorio que domina a la izquierda San Martín del Agostedo divisamos la imponente mole de La Copona, el viejo castro, probablemente celtíbero al decir de los que más enterados parecen estar de estas cuestiones. Nos internamos en Pedredo, donde el barro se hace imposible. El mastín Luna que semeja más paquidermo que can, se acerca melosa. Bien sabe que los Reyes pueden llegar, aunque tardíos. Y así es: los huesos de las chuletas con las que nos hemos chupado los dedos horas antes en amigable conciliábulo astorgano, la llenan de satisfacción. Un breve café acompañado de un chupito (raquítico) de Conde de Osborne soberbio que los buenos amigos guardan para las visitas de ocasión. La tarde está cayendo a la entrada de Santa Colomba. Se hace imprescindible un vistazo a la casa madre con la esperanza puesta en que la nieve y los hielos no hayan producido estropicio de mayor cuantía. Tengo la certeza de que es más intenso el frío dentro del caserón que fuera. El invierno se va condensando día tras día en el interior, donde paredes y puertas destilan humedad más que notoria. Las tablas del corredor están pingando, pero a Dios gracias, el retejo ha sido provechoso, y al menos por esta vez, los dineros parecen bien empleados. Las goteras están ausentes.

Ni Dios por la carretera que conduce a Molina. Entre dos luces ascendemos por Campo de Muga. Un rebaño parece batirse en retirada. Pasado del cruce de Valdemanzanas y Villar de Ciervos la senda serpentea monte arriba con las cunetas atestadas de una nieve que se conserva inmaculada. Al llegar a lo alto, la sombra abrumadora del Teleno parece estar al alcance de la mano mientras Lucillo se encoge entre sus calles solitarias. Una caterva de perros sale de no sé dónde y trota al lado del coche con cara de pocos amigos. Seguimos ascendiendo hasta el cruce de Filiel y Luyego.

La carretera principal continúa hasta Chana y Molinaferrera. Unas decenas de metros más adelante el cruce de Busnadiego y Piedras Albas, que es como refrescar las tres voces que dio Cristo en su adolescencia. Cuesta abajo se adivina el valle escondido con Filiel al fondo. La carretera es estrecha y culebrera. Me detengo unos instantes y desciendo del auto. La brisa de la tarde ya fenecida no acaricia el rostro, más bien lo afeita en seco. Entro raudo a coger el volante y prosigo el descenso. Un riachuelo impetuoso cargado de deshielo se precipita paralelo al camino en busca del cauce materno del Duerna. Cruzamos el puente de hierro del Coto de Pesca. El río baja impresionante y clarísimo. Giramos en redondo con Filiel a la derecha para enfilar hacia Boisán.

Pasamos Boisán sin media alma a la vista; atravesamos de nuevo el río y ascendemos por entre rocas hacia la planicie que da vista a Quintanilla. Multitud de regatos discurren alborotados buscando el río mayor. Una joven camina en solitario por la vereda, en una aventura que se me antoja, por clima, lugar y hora, bastante más díscola que la mía.

Quintanilla de Somoza es en la noche invernal una maravilla de silencio y fantasía. Las casas maragatas, pétreas, señoriales, arrojan sombras chinescas al resplandor amarillento de los faroles de sodio. Estamos, ya, en la Maragatería más profunda y menos conocida. Saludo a Agustín (casi ya 90 primaveras muy corridas y andadas, la mitad por La Pampa y la Cordillera, el resto por todos los rincones de esta España que él conoció con Primo de Rivera, y luego con las tortas liadas de unos insensatos contra otros).

María, la bendita María (La Grela) está lejos de su entorno, donde los proyectiles silban frecuentemente para estrellarse unos centenares de metros más allá de su casa y sus huertas en la falda del monte macerado. Es la otra cara de la moneda maragata. La que casi nunca sale en esos libros que adornan los anaqueles de los escaparates. María aguante los 85 del ala en el Monte San Isidro, pero pronto la traeremos para casita y nos seguirá contando mil historias de la romería de Los Remedios de Luyego, de La Carballeda del Val y otras andanzas. Como las que nos cuenta con memoria cibernética el ti Benito de Val de Arriba, con 91 a cuestas, y un manual de epopeyas metido en la chola, cuya escucha a la luz del hogar con el roble chispeando, es un deleite, aunque sólo apto para espíritus ansiosos de curiosidad y llenos de sentimiento. Y más aún la señá Dolores, del Val, con ya 101, la abuela más abuela de tierra de maragatos, y que fue lustros y lustros compañera inseparable y vecina de mi abuela la ti Manuela La Zapaterina que se nos fue un septiembre ya pasado, con el ramo de La Carballeda aún fresco entre las manos.

Historias y andanzas de esta tierra roja y mágica, tremenda y ancestral, de la que como le decía a mi admirado Chencho Ares este verano, al son del tamboril, aún queda mucho por descubrir y otro tanto por contar. Pero historias del pueblo, no florituras de científico y antropólogo.

Noche cerrada y lobuna cuando atravesamos Lagunas. La trocha se retuerce en su ya famosa curva y enfilamos Valdespino. Es tierra de La Somoza que quiere alcanzar en sus estribaciones La Valduerna. Cerca Villar de Golfer, algo más allá Priaranza, luego Tabuyo, el pueblo rico de los pinares.

Valdespino de Somoza, hogar de ausentes con los portalones cerrados a cal y canto esperando los años interminables que los hijos regresen. Aquellos que se perdieron en las lejanías al otro lado del Atlántico en busca de la fortuna negada. ¡Ay que me fui para El Chaco! ¡Búscame entre Santa Fe y Corrientes!. Entre Catamarca y Río Negro. Voy a Jujuy y a Santiago del Estero. Pero no me olvido de La Habana de Montevideo de Cuernavaca de Puebla, o de Miami. Allá va el maragato errante haciendo camino allende el mar, rumiando la búsqueda del sustento y del aposento. Esa suerte dichosa que la tierra de nacencia, huraña y hosca, casi siempre le ha negado.

En el Val, cosmopolita y republicano que fue, la viuda de Bigotes rumia su soledad entre el rosario en La Ermita y el picoteo de las cuatro gallinas que le quedan. El Val es capitalino en este oeste maragato donde el Teleno esparce nevisca y escarcha. Coronada la cuesta del Palomar, y desde el cruce de Val de Arriba, un mar de lucecitas temblorosas en el horizonte negro nos van recobrando lentamente hacia el confort de lo cotidiano. La nieve, el barro, la ventisca heladora quedan en un plano que se difumina poco a poco. Cuando arribas a Cuatro Caminos parece como si de repente despertaras de un sueño sacrificado pero hermoso. Y es que el alma y el corazón han sentido un regocijo interior poco fácil de explicar. Como diría un modernista con cierto tinte de cursillería: es el feeling de una tierra misteriosa, pobre; a veces cruel, pero irresistiblemente maravillosa y profunda.

Maragatería es interminable; con tiempo bonancible nos espera Prada de la Sierra, Pobladura, El Ganso, Rabanal Viejo, Labor de Rey, Santiagomillas, Chana de Somoza, Andiñuela, Argañoso. Y es que la magia del País de Maragatos es algo más; es mucho más, que el cocido de fin de semana, las campanadas de Colás y parienta, o el sombrero de Pedro Mato.

Andrés Mures Quintana

Publicado en El Faro Astorgano febrero de 1.997