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Artículos sobre Astorga y alrededores


Nieve en Astorga

José Luis Martín Descalzo

La Tercera de El Faro. El Faro Astorgano, 1989

Esta noche _¡por fin!— ha nevado en Madrid. Después de varios días en los que las heladas eran las reinas de la ciudad, las calles han amanecido cubiertas de blanco, pero con una nevadilla tan leve que, seguramente, se la llevaría el tibio sol del mediodía, apenas aparezca.

Pero, aún siendo tan corta, era bastante para llenarme el alma de infancia y para devolverme en la imaginación a mis años de Astorga. Porque la nieve para mí es Astoga, y Astorga es, en buena parte, también la nieve, como si allí la nieve fuera más verdadera que en parte alguna, y como si, con ella, la ciudad se hiciera más infantil y astorgana, más ciudad para nacer y seguir siendo niños.

Y, de pronto, toda la mañana se me ha llenado de recuerdos y he vuelto a revivir los días en que, al despertarnos, nos decían: "ha nevado" y corríamos, descalzos y en pijama, a asombrarnos, pegada la nariz a los cristales, para redescubrir las calles y los tejados con toda la ciudad convertida en un mi- lagroso Nacimiento. Y había —¡claro!— que ir a "estrenar" la nieve al jardín y a la muralla, a contemplar la maravilla de la rosaleda, poblada ahora de rosas blancas y temblorosas, para llegar luego tarde al colegio, empapadas las botas y los calcetines y apretujarse ante las viejas estufas de serrín para secarnos.

Al salir de clase había que ir a redescubrir, estáticos, la ciudad: acercarnos a la catedral y comprobar cómo era allí donde la capa de nieve adquiría mayor altura, empujada por el viento contra la verja, junto a La Milagrosa. Ir luego a abrir la boca ante el león de Santocildes que, si siempre nos parecía la más grande y hermosa de las estatuas del mundo, adquiría con la nevada algo de espectral y mágico. ¡Y qué bien empalmaba con la nieve la blancura del palacio del obispo, que esos días tenía mucho más de decorado para la representación de un cuento de hadas! Colgaban de los tejados larguísimos chupilargos de cristal que brillaban como estalactitas de plata y la bajada hacia la estación se convertía en una pista de patinaje maravillosamente peligrosa.

Y luego estaban las batallas de bolas de nieve sin las cuales mi infancia no sería lo que fue. Recuerdo aun haber preguntado una vez en el confesonario a don Magín si tirárselas a las chicas era pecado. Y no olvido que —con sabiduría muy conciliar— el párroco me contestó que "si las bolas no eran duras, no". Respuesta que nos animó muchísimo para esperar a la salida de misa a las catequistas y bombardearlas con una montaña de bolas —todas ellas blanditas— que teníamos preparadas para arrojárselas, con perfecta puntería, contra aquellas montañas de pelo postizo que, lo que son las modas, se ponían ellas debajo del natural.

Me pregunto ahora cómo a nadie se le habrá ocurrido aún escribir una tesis sobre la importancia que la nieve ha tenido en toda la literatura de los escritores astorganos. Repaso, por ejemplo, las obras de Panero y no hay poema en el que la nieve no aparezca y siempre unida a una muy curiosa trinidad de conceptos: la ceguera, la hermosura y Dios. Sí, el Dios de Panero "anda siempre sobre la nieve"; la hermosura camina "ciega como el viento al rodar sobre la nieve". Dios es un "descalzo caminante del silencio". Las personas que ama son "su nieve viva". Los hijos vienen "desde el terreno de la nieve sin nadie" y llegan "nevados por las alas". Y las castañeras se sentarán a la diestra de Dios "y no habrá nieve, ni cellisca perpetua contra el rostro". Y siempre hay "un jilguero que, sobre la nieve, anda quieto".

Y al fondo estaba, para Panero y para nosotros, el Teleno, nevado, claro, "según su costumbre", "embozado en su capa de blancura misteriosa", convertido todo él en una "nevada ensoñación materna". Y también nosotros soñábamos, sin ser poetas, ser enterrados "en el remanso familiar, a dos metros de la nieve".

¿Por qué sería, Dios santo, que, cuarenta años más tarde, me siguen pareciendo tan calientes los inviernos de mi infancia? En el seminario, que era entonces la mejor cámara frigorífica de Europa, teníamos cada mañana que romper, para lavarnos, la corteza de hielo de nuestras palanganas. Y no ganábamos para combatir los sabañones. Y, sin em- bargo, aquel maldito frío es hoy cálido en mis sueños. Tal vez porque éramos felices, quizá porque el más gordo de nuestros pecados era entonces apretar más de lo justo las bolas de nieve.

Y ahora —ya veis— cuando concluye este artículo, vuelvo mis ojos al otro lado de la ventana y ya el sol se ha llevado la poca nieve que anoche cayó en Madrid, lo mismo que el tiempo robó nuestras infancias. Y tengo que cerrar los ojos para volver a sentirme en mi Astorga de niño y me parece que regreso a su catedral y que el dolor de haber crecido desaparece porque —Panero lo dijo— "al abrir tus puertas todo muere como la nieve en el hondón del monte".

José Luis Martin Descalzo

El Faro Astorgano