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Astorga es una antigua palabra

Alberto Matías


Hay una suerte de fascinación en la escritura de los poetas que fueron niños en Astorga. De los más recientes hemos aprendido que su simetría es esférica (que no redonda) con planos circulares que pasan por sus piedras, sus gentes y su atmósfera; es decir, por sus olores y sus sabores, sus luces y sus sonidos, su historia y su futuro. Los protagonistas de esta idea de Astorga son el ciego Evencio, el anónimo don Melitón Amores, el político Manuel Gullón y la señora Josefa, mujer del pueblo, por citar algunos. Pero sobre todo hemos sabido por ellos que Astorga es una atmósfera, presa de sus nieves y de sus soles, flotando en olores a mantecada y chocolate, dormida con el canto del viento del Teleno a su paso por La Eragudina y dulcemente despertada con silbidos ferroviarios. Esta es su Astorga, porque Astorga es una idea subjetiva, una metáfora. Y no basta la enciclopedia de las sensaciones para definirla. Hay que haber sido niño en sus esquinas para aprender Astorga y estar ausente para vivirla. Y ser poeta para reinventarla.

Es el antiguo pasado, el misterio religioso, la soledad insólita, lo que fecunda el proyecto de la eternidad de Astorga. Una eternidad compasiva, enigmática, atractiva y, como la fuente, casi feliz. Astorga es feliz porque es recreada perfecta, redonda, subjetiva, inmaterial y fascinante, y porque lo son sus gentes. Y es que la idea de Astorga es patrimonio de sus vivos y de sus muertos. Y de sus futuros niños.

Astorga no es una ciudad, es una antigua palabra, una palabra elemental encarnada en un cuerpo de ciudad. Y la palabra de Astorga, que fue en el principio, es anterior a sus piedras rojas y plateadas y a sus árboles de antaño, y a sus fuentes casi felices. Que siempre fue Astorga palabra y fuente de palabras que, en extraña resonancia, inundaron e incluso desbordaron aquella protopalabra elemental. Así las polémicas periodísticas cuando la filosofía interesaba más que la noticia, así aquellas tertulias peripatéticas o en torno al brasero, así toda una tradición cultural. Por eso Astorga, que es una palabra, ha sido inventada por las palabras y por la fantasía de sus niños. Y sin estos niños, sin gentes sensibles a las cosas del espíritu, no podrá seguir siendo lo que fue, un lugar donde la política servía para unir a las gentes, donde la hogaza era redonda de amor, el jardín frondoso era un espejo de la ciudad, las gentes formaban una comunidad familiar y los clérigos se encargaban de que esta palabra que tiene mucho de levítica, fuese una parada del cielo.

Si se quiere o necesita hacer una ciudad sin alma, adelante. Pero que no se la llame Astorga porque esa palabra significa otra cosa. La ciudad fue arrasada y despoblada varias veces y puede volver a serlo. Pero no importa, porque la idea de Astorga queda sostenida en el recuerdo de los que fueron sus niños, y su proyecto de eternidad es consustancial a su naturaleza. Los hombres, alguna vez, volverán a necesitar de las ideas y de las sensaciones para sobrevivir. Habrá otro día en que los niños de Astorga se suban a las acacias de la carretera de la estación o a la fuente mozárabe del jardín, verdades ambas que dicen que han sido abolidas pero que permanecen presentes, por los siglos de los siglos, en la idea de la eternidad de Astorga.

Alberto Matías