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Un FARO en el ciberespacio

Juan Carlos Villacorta

He visto EL FARO en el ciberespacio, EL FARO de una Astorga en estado puro emergido de una noche oscura de siglas inglesas, anglicismos y enigmáticas referencias numerales: el impacto de la luz y el calor de la piel de Astorga; el lenguaje, los signos, los colores y los sabores de la Astorga interior, naturaleza muy viva pero soñada, como una brasa fría ya.

Me refiero a esa aventura de Alberto Matías que en el piélago insondable del universo, en el infinito oceánico de la enloquecedora soledad humana, ésa de la compañía instantánea y por azar, ha encendido, con "el ratón" del ordenador el faro de la noticia concreta, de la monja nocturna en la duermevela doméstica, de la vaga sonrisa, de la reprimida lágrima.

He leído en Internet la palabra Astorga, la palabra llena de misterio, de sabiduría y silencio de Astorga, y era como un consuelo. Podía escucharse el silencio de la plazuela de la Catedral, un silencio que fue la música de mi niñez, el silencio que tiene su envés en el sonido de los grajos y de las campanas catedralicias y cuyas raíces están en las soledades de la Maragatería: un silencio que nace del ser profundo de Astorga y que a él vuelve. La identidad es un eterno retorno. Si nos arrancaran de ella, nos dolería como un muñón del recuerdo: muñón de la niñez como la edad. No primeriza sino póstuma en la que caben todas las edades.

Pienso que el "web" de Astorga humaniza el Internet y en la aldea global señaliza Valdeviejas, no ésta de hoy sino el desamparo y la desolación que yo conocí.

Yo no sé si en ese laberinto acertaremos a encontrar al hombre común, al astorgano cualquiera, ése que oye misa en Santa Marta, se solaza paseando por la Muralla y evoca en el Jardín las delicias de un pasado que no sé si fue mejor, pero tengo que decir que en el diccionario infinito de vocablos, en el archivo inacabable de signos, la referencia de Astorga es como un hogar de la cotidianeidad. Los límites de su entorno son los límites de unas gentes que, sensibles al placer y al dolor, trabajan, rezan, se alegran y sufren, y acaso sueñan uno poco más que el resto de los humanos, y mueren.

En Internet, donde está todo clasificado y mezclado, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, porque tal es la realidad de la humanidad, y en el Babel donde se confunden las lenguas, Astorga nos conduce a las palabras que fueron en el principio, madre, vecino, hermano, y entre la complejidad de los símbolos, su imagen, que sigue tal como la viera Otero Pedrayo, nos devuelve a la posibilidad de reconocernos en apacible vecindad y de distinguir la voz de la María, de la Prima, de la Sardinera y de las Pascualejas cuando lo que se oye es a Neil Young en "el óxido que no cesa" y, no tan lejanas, las trompetas del Apocalipsis.

En el futuro supermarket del Internet, Alberto Matías ha pretendido que volvamos a Marcelino a comprar un palo de regaliz, a Letras un cuarto de carne, a la señora Cesárea una hogaza, y a la cocina de doña Irene, una ración de congrio al ajo arriero. Gracias.

Bueno, lo que he visto es un regalo impagable, un bálsamo en la fiebre de ese sábado noche: la música y la palabra de Astorga en la monotonía de sus frías piedras y de sus altas nieves; el resplandor mínimo de aquella lamparilla de aceite -cerilla y corcho- que encendía mi madre, la pobre, ante la Milagrosa que iba de mano en mano consolando al pueblo por las ateridas calles del invierno cuando aullaba el cierzo por la calle de la Catedral y no se detenía ante el jardín romántico de los Panero. Como un viático.

 

Juan-Carlos VILLACORTA

Publicado en El Faro Astorgano en julio de 1997